miércoles, 19 de diciembre de 2007

Cuadros y otras pobres herencias


De mis abuelas, de mis abuelos, quedaron en casa una colección de cuadros y algunos muebles de sus abuelos y sus abuelas. Aparte los apellidos y algunos escuditos y algún árbol de familia que un tataratío con delirios de nobleza dibujó y también quedó en casa, en el piso de mis padres, ahora nuestro, apenas hay más rastros de los buenos tiempos de cuando hubo fincas, cuando hubo herencia.

De las fincas, como una cantinela, aprendí de mis tías los nombres: El Majadal del Moro, Alcornocalejos, Fuenteluenga, La Dehesa, y alguna más que ya no recuerdo. Las fincas existen, con los mismos nombres, pero en distintas manos que ya no son ni de la parentela, ni gente conocida, ni gente del pueblo, sino gente forastera que las compró y ahora las tienen encargadas a administradores, también forasteros.

Las cosas de valor se fueron vendiendo o se fueron estropeando o se fueron repartiendo. Como mi familia ha sido recurrentemente endogámica, han sucedido dos cosas quasi milagrosas: No hemos salido ningún tonto a pesar de tantos primos y re-primos casados con primas y re-primas (aunque alguna rareza sí que ha habido en alguno y en alguna, pero disimulable, nunca notoria, siempre "normal"); la segunda providencia familiar es que casi todas las antigüedades de cierto valor que han susbsistido, quedaron o vinieron o todavía están llegando a casa.

Mis hermanas no hay temporada que no recojan de casa de las tías alguna pulsera, algún brazalete, algún anillo, unos zarcillos, una mantilla, un pericón. Cada vez queda menos tesorería, pero el decurso del pequeño patrimonio sigue. Y sigue con sentimientos, porque cada cosa lleva el suyo propio en la intención o en el recuerdo, ya sea personal, ya circustancial, siempre familiar.
De niño, el criarse en casa grande con cuadros antiguos, espejos viejos, cómodas, arcones, y camas altas de penacho alto, imprime carácter. Por lo pronto, miras despreciativo las casas de los amigos y su moblaje, sin un cuadro de verdad, ni un espejo apulgarado, ni un quinqué de bronce y tulipa. Cuando uno tiene una tia encantadora, con más de ochenta y la cabeza ochenteando, que cuando te va a dar dinero para el autobús te pone en la mano un duro pelón de Alfonso XIII y otro de Amadeo, uno sale así de poco normal, gracias a Dios y a la familia.

La casa grande de los abuelos se tuvo que vender, y mi padre compró un piso para todos en el que se intentó meter todo, y lo que no cabía se vendió. Adios las camas altas de penacho alto; adiós las cómodas grandes de caoba; y las consolas, y las rinconeras, y la trincheras, y los aparadores, y los veladores, y los tocadores...Adios!

Así y todo metieron en el piso dos arcones de cedro que cada uno ocupa media habitación, más el dormitorio completo de mis padres, y los cuadros:
Un San Joaquín con la Virgen Niña (sevillano, 1696), un San Juan Bautista (murillesco) y un Ángel de la Guarda (copia de Murillo, ca.1800). También la Virgen de Belén, una Dolorosa, dos retratos familiares, cuatro copias de mediados del XIX (copistas madrileños) del Carlos V de Tiziano, del Felipe II de Pantoja, de un caballero del Greco, y uno del auto-retrato de Velazquez, más cuatro paisajes sevillanos, costumbristas, de 1900.

Yo tengo en mi piso-leonera un Buen Pastor, una Dolorosa, dos paisajitos, dos docenas de grabados enmarcados, y un San Fcº Javier que me ha prestado mi tia y a ver si me quedo con él.

Como soy estático acumulativo, me encanta un cuadro colgado en la pared, pero también esquinado encima de un sillón, o medio sujeto en una pila de libros, o sobre una silla; y así los tengo, haciendo y dándome ambiente.

Cuando voy al pueblo y subo al piso relleno de cuadros malcolgados, los reconozco con un golpe de vista, sin apenas mirarlos, pero sabiéndolos tan mios, tan interiorizados, tan exteriorizados. Ninguno tiene especial valor en dinero, pero valen mucho entre las piezas de mi pequeño museo interior.
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P.s. Hay veces que las lágrimas se desvían por recurso, y al no querer llorar más a quien se quiere, se escoge recordar lo que se quiere, que es un poco lo mismo, pero disimulando: Sunt lácrimae rerum.


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