jueves, 15 de noviembre de 2007

Doctor Doctorum


Merece que escriba algo, hoy que ha sido su festividad, a propósito de San Alberto Magno. De todos los grandes de la Escolástica, ha quedado, más que ningún otro, con un halo casi mágico, por la impresión que causó entre los de sus tiempo, que lo tuvieron por una especie de peligroso mago y extravagante sabio.

Como las ciencias estaban en capullo y sin discernir, cualquier aproximación a experimentaciones y manipulación de elementos naturales se juzgaba arte de magia. De ahí a la sospecha de brujería o nigromancia había apenas un paso. Ni Alberto se libró de esa fama aun siendo obispo de Ratisbona, como tampoco se libró en su tiempo Gerberto de Aureillac aun siendo Papa Silvestre II. Para la mente del medievo había actividades que apenas se comprendian, y la mente de los más sabios era siempre, más que admirable, más bien sospechosa.

Quizá la brillantez de su pensamiento, la riqueza perspicaz y curiosa de su intelecto, y la sabia y prudente capacidad de gobierno le valieran al fin la victoria sobre toda sospecha. Además fué sobrio y pobre, caritativo y desprendido, un buen mendicante hijo de Stº Domingo que, a pesar de ser Obispo en mitad del siglo XIII, no dejó en sus cajones ni un florín porque todo lo empleó en dar y socorrer.

Como de otros notables sabios, se cuenta la anécdota de que fue por milagro de la Virgen que adquiriera su prodigiosa capacidad de comprender y memorizar, y para que no le cupiera duda, la Virgen le advirtió que poco antes de morir perdería todas aquellas dotes. Hoy diríamos que tuvo un alzheimer, o que chocheó de repente, como decían antes, pero lo cierto es que en mitad de la setentena, que en su siglo era edad muy provecta, declinó en pocas semanas y se mantuvo en una inocente piedad hasta que se murió mientras rezaba serenamente con sus hermanos de convento.

En un áula de filosofía regida por dominicos, aprendí una mañana de Noviembre una oración sencilla y preciosa compuesta por Alberto Magno, que yo rezo con devoción desde entonces:

"Doce me, Dómine,
radices árboris mei
Coelo et non terra infígere,
ut non in foliis verborum
sed in frúctibus bonorum óperum
fidelis agnóscar."

(Enséñame, Señor, a plantar las raíces de mi árbol en el Cielo, no en la tierra, para que sea reconocido fiel no por por el follaje de las palabras, sino por los frutos de las buenas obras)

Quizá el más excelente fruto de la palabra y la ciencia, de la piedad y las obras de San Alberto fué aquel alumno suyo, Tomás de Aquino, que tanto le honró con su obra y al que tanta predilección tuvo como maestro.


En el pórtico de entrada del Angélicum, en el átrio interior, hay dos estatuas de mármol, a uno y otro lado del portal: Un Santo Tomás y un San Alberto. Las pusieron allí por los años en que Pio XI proclamó a Alberto Magno Doctor de la Iglesia, en 1931: El Doctor Universalis, como se le conoció entre los de su tiempo, porque supo de todo, y de todo supo bien.

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Fructus Iovis iuvabit


Esta tarde he estado en mi pueblo, para la Misa por los difuntos de la familia, en la Novena de Ánimas de la Hermandad, que acaba mañana. He almorzado en casa el delicatessen que mi tia me tenía preparado. Todo: Desde el aperitivo hasta el postre, con dos platos de verdad, no como los que yo me guiso. Y he tenido postre y sobre-postre, porque luego de las manzanas, me ha sacado unas bellotas. Oh!

Las bellotas nos las traían a casa de La Dehesa, una antigua finca que mis abuelos perdieron pero en la que quedaban gente que le seguían guardando querencia a la familia, y su manera de recordarnos era traernos de vez en cuando algunas exquisiteces de La Dehesa, como las bellotas.

Mi pueblo, el pueblo de mi familia, tiene por gracia de Dios una vega feliz y ubérrima, con dos rios; y también planta término en la peana de Sierra Morena. Allí, en la primera sierra suave, crecen encinas y alcornoques. No llegan a ser grandes e imponentes árboles, pero sí graciosos arboletes que dan bellotas. La encina, no lo olvido, es quercus ilex (y el roble, quercus róbur).
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Cuando niños, a mis hermanos y a mí nos encantaban las bellotas; más que las castañas porque se pelan mejor y no tiene áspero el pellejo de dentro. Además mis tias nos contaban cuentos de bellotas; y hasta cantaban un villacinco en el que San José le regala a la Virgen un dedal hecho con el sombrero de una bellota:
"Cogió una bellota,
le quitó el sombrero,
y un lindo dedal
le puso en su dedo"

Las bellotas tiene peculiar sabor, más dulce en la cabeza y menos en la punta; si la punta está verde, amarga. Pero es dulce incluso con el amargor inmaduro, porque si tomas un sorbo de agua mientras las comes, cuanto más amarga, más dulce es el efecto que hace con el agua.

Las que me ha sacado mi tia de re-postre, las ha traído esta misma mañana Cipriano el Rubillo desde la Dehesa. Eran para mi hermana, que está delicada. Dice mi tía que dijo el Rubillo que se las comiera todas, que daban salud, y que ya traería otra taleguilla más cuando se acabaran.

Yo me he traído un puñado a Sevilla, tan contento. No es el contento inocente del niño, pero soy el mismo que se contentaba con las bellotas.

Y estoy seguro que alguna inocencia perdida me rebrotará con las bellotas...aunque sólo me dure el rebrote lo que tarde en comerlas. ¡Ay!



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